Cuento de María Soledad Romo
DESTELLOS
Apareció
ante mí una calle fulgurante. Muros blancos la bordeaban y el sol producía
destellos sobre el pavimento y la acera. A pesar de que la luminosidad me hacía
entrecerrar mis ojos, vi venir por el centro una docena de jóvenes de ambos
sexos, cada uno mostrando una pintura bellamente enmarcada. Supe, sin ninguna
duda, que les prohibían exponer sus obras en alguna sala y por eso las
mostraban al mundo en estas caminatas, como exposición ambulante.
No
recuerdo todos los rostros de los artistas, pero sí el destello de sus miradas.
Uno de ellos, quizás el cabecilla, conversó conmigo y me dio a conocer cada
pintura. Me impactó “La gruta” de un joven muy delgado de grandes ojos.
Mostraba una caverna en tonos naranjas, ocres y sombras de azul oscuro. En su
interior, pegados a la pared izquierda, se veía una fila de personas, hombro
con hombro, que se perdía en la oscuridad. Cada uno, con una túnica blanca,
estaba de pie con su cabeza inclinada a ritmo de oración. Caminé por la gruta y
acompañé por un instante ese ruego masivo.
Muchas
obras eran paisajes, donde pasé segundos increíbles, tan hermosos para mi, que
no sabría describirlos. Una pintura, de una muchacha callada y tímida,
representaba una gran planicie azul-celeste con fondo rojo, donde se
diseminaban, al azar, muchas personas, la mayoría hincada o reclinada. Recorrí
ese campo y quise llevar una mirada de aliento a los que esperaban y oraban por
los suyos. El último cuadro que admiré era una ventana, con marco de madera y
una vieja cortina recogida. A través de ella se veía un grupo de niños jugando
en un patio asoleado. Me acerqué más y descubrí, en la sombra, un niño
escondido. Abrí la ventana y escuché reír y gritar felices a los que corrían,
pero también en medio de esa algarabía, oí llorar en silencio al pequeño en su
rincón; tenía la cara mojada de pena y un zapato roto.
Impactada,
decidí acompañar a estos extraordinarios artistas y tratar de cooperar en su
llamado al mundo. Al doblar en una esquina, nos encontramos con un insólito
desfile que ocupaba toda la calle. Terminaron por arrinconarnos en la vereda,
sin piedad ni respeto. Iban en un orden perfecto, a un metro de distancia uno
del otro, filas de hombres y de mujeres alternadas. Ellos vestían terno claro,
camisa y corbata. Sus zapatos finos y brillantes resonaban en el pavimento a
cada paso que daban. Ellas iban de delantal blanco abierto, reluciente al sol,
sobre un traje sastre azul impecable y sus tacos altos golpeaban el suelo al
ritmo de los varones. Pasaron por nuestro lado sin mirarnos, altaneros, mudos,
serios, secos, impávidos.
Aún
atónitos por el encuentro, seguimos caminando hasta llegar a una vieja casona.
A la entrada había una sala vacía, donde fueron colocadas con cuidado las
pinturas contra la pared. Más adentro una habitación, muy luminosa, con una
larga mesa repleta de lápices y papeles de color celeste. Debíamos escribir
todo lo que sentíamos en ese momento. Tomé una hoja, un lápiz y comencé a
escribir…
María
Soledad Romo López
Estudió
Matemáticas en el Pedagógico de la Universidad de Chile y se dedicó a la
docencia universitaria. Fue académica en distintas universidades en Santiago y
Antofagasta. Aficionada a la pintura y
al arte en general. En 2012 sigue taller de Autobiografía en la PUC con Lorena
Amaro. En 2014, 2016 y 2017 participa en taller de cuentos La Trastienda de
Alejandra Basualto. Es una de las autoras en la Antología de Cuentos, Reflejos,
2016, de ese taller.
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