Cuento de Sergio Espinoza




COLGADO DE LA LUNA


            Nunca la noche fue tan oscura, ni la luna estuvo tan blanca.
            Estoy colgando de ella. De la luna.
            ¿Por qué? Porque el winche de mierda se volvió a atascar.
            En realidad, la idea de la luna se le ocurrió a un viejo con el que trabajé en otra mina y tiene razón, es como la luna. Allá arriba, brillante y redonda, sobre mi cabeza, la luz del día que me llega desde la boca del pique. En realidad, tampoco cuelgo de esa luna sino de la “pata de cabra”, que es el trípode de madera que sostiene la polea para bajar el balde. Y allí es donde estoy. En este puto balde sentado esperando a que terminen de subirme.
            Hacía días que el winche no se atascaba. Y como ando con la mala, me tuvo que pasar a mí. Yo no sé por qué se demoran tanto.
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            Demasiado silencio.
            He gritado y movido el cable no sé cuántas veces. También he golpeado en el aro, nada. No hay respuesta.
            No puede ser que se hayan ido a almorzar dejándome aquí colgando como tonto huevón. ¿Qué quieren que haga? ¿Que trepe por el cable, como una vez lo hice? Parece que les quedó gustando a los perlas. Pero eso fue desde mucho más arriba. Y yo era más joven. A ver: estoy más abajo del nivel cuatro, pongámosle unos diez metros por nivel. Cuatro por diez... ¡Chis, más de cuarenta metros! No los trepo ni cagando.
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            Aquí tampoco me puedo bajar. A lo mejor los pelotudos creen que quedé en algún lugar donde sí se puede. ¿Pero, ¿qué lugar podría ser ese? El nivel cinco está bastante más abajo. Y los otros ya los pasé. Los huevones lo saben de sobra.
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            Maldito Winche. Es que ese motor ya no sirve. Tanto que le hemos dicho al viejo que hay que cambiarlo.
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             El winchero podría, por lo menos, tomarse la molestia de mover el cable. Pobre guatón, debe estar más choreado que yo y, de repente, asustado también.
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            Esto está demorando demasiado. Ha de ser muy jodida la pana. Lo mejor sería hacer bajar el balde hasta el próximo nivel y allí subo por la mina. Quizá ni siquiera eso es posible, si no funciona el motor. Habría que bajar de nuevo el balde hasta el fondo. Y entonces el tonto huevón tendrá que subir por las escaleras los ochenta metros. Lo que por último es mejor que quedarse colgando aquí toda la vida.
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            Por lo menos podrían dejar caer un papelito con alguna señal. ¿Pero qué papelito? Si ni siquiera tienen para limpiarse el culo.
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            A esta hora la negra debe estar haciendo pan.
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            Es increíble cómo los ojos se acostumbran a la oscuridad. Ya veo el borde del balde.
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            ¿Qué estará sucediendo allá arriba? ¿Se habrá acabado el mundo?
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            Me acuerdo que cuando chico el perro me botó la escalera y me quedé arriba del techo de la casa toda la tarde hasta que llegó mi mamá.
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            Dicen que cercano a la muerte uno se acuerda de todo.
            No tengo miedo. Sé que esto es sólo cosa de tiempo. Igual, uno empieza a pasarse algunas películas. Desde que tengo un crío me he puesto más maricón. Antes no le temía a nada. Ahora pienso en los que me necesitan.
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            Cuando salga, si salgo, voy a penquear a estas mierdas. ¡Es que ya llevo tres horas. Sí señor, yo vi la hora antes de apagar la linterna!


*


            En realidad, sinceramente, me es odioso dejar el relato en este punto.
            Es decir que este cuento queda colgando en el vacío igual que el minero del balde.
            También a uno se le puede atascar el winche. ¿O no?
            Veamos: Si subo al minero, es una lata. El cuento terminaría sin pena ni gloria. Si corto el cable se acaba el minero y, por ende, el cuento. Si lo bajo, también se acaba el cuento, aunque quizá algo podría ocurrir mientras el pobre hombre se sirve los ochenta metros de escalera.

            En fin, lo que está claro es que los winches, huinches o Güinches (al parecer la palabra es un anglicismo que deriva de "winch" -torno-), existen.
            Sin duda estos ingenios son tecnología fundamental e inherente a la pequeña minería, para hacer subir y bajar piedras -y muchas veces, mineros- por los piques.
             Que estos artefactos a veces fallan también es cierto. Y que de puro gracioso el winchero le haga pasar un sustito a uno, también. A mí mismo me ha pasado. Los mineros son gente de bromas y chascarros, sobre todo con las visitas. Y si no, cómo. En la tomatera de fin de mes hay que tener algo de qué reírse.
            Por supuesto que podría haber otras formas de terminar este relato. Pero en lo que a mí concierne, creo que es mejor dejarlo como está. Hay simbolismos interesantes en este asunto. Por ejemplo:

-. El espíritu del ser humano que cuelga en el vacío, entre la luz y las tinieblas. Clásico.
-. La vida del minero siempre está pendiendo "de un hilo", es un hecho.
-. El obrero esperando eternamente, como si estuviese sentado dentro del balde, que se dicten leyes que le hagan justicia, a sabiendas de que siempre los patrones se darán la maña para mal aplicarlas.
Y así. Podrían encontrarse muchos más.

            A todo esto, ¿Qué estará haciendo nuestro hombre allá abajo, en el pique? Quizá haya logrado subirse al borde del balde y esté meando hacia afuera para no mojarse los pies. Buen momento para que le corten la inspiración y lo empiecen a bajar. Y luego le manden un cartoncito, amarrado a una piedra, en el que se lea: "Suba por las escaleras, gancho. Cagó el winche".
-¡Chis! Cuéntenme una nueva.


Sergio Tulio Espinoza Reyes nació en Lautaro en el año 1940, se formó en el Liceo Manuel de Salas y el Internado Nacional Barros Arana. Se tituló de geólogo en la Universidad de Chile (1971), y se doctoró en ciencias en la Universidad de Paris (1984). Ha trabajado por más de cuarenta años en el norte de Chile como académico en el área de las ciencias geológicas, y publicado en revistas y libros de la especialidad. Sirvió además importantes cargos administrativos y participó en política universitaria desde la Universidad Católica del Norte. Espinoza Reyes es también cultor autodidacta de música contemporánea. Tardíamente ha entrado al ámbito de las letras a través del taller literario de Alejandra Basualto, al que acude desde 2014.

Es autor de Atomón la estrella invisible (2016) novela de ciencia ficción (ed. Nlibros), Colgado de la Luna cuentos y relatos nortinos (2017) (ed. Nlibros), y coautor en la antología de cuentos Reflejos (2017) (ed. La Trastienda).  Ha ganado premios en concursos de cuentos. (Concurso Líneas de vida en 2015 y Vitamayor en 2015 y 2017).

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